lunes, 8 de diciembre de 2008

Puerto Montt pega con Wincofón

Hay algunas experiencias que son casi casi insignificantes y uno las descubre con el paso del tiempo como indestructibles.

Desde el momento en que comencé a leer la nota de Osvaldo Bazán en el Crítica de hoy, no pude dejar de reírme sorprendido. Por un lado, recordándome escuchando Puerto Montt de Los Iracundos en esa época. Segundo, porque había estado, minutos atrás, dándole vueltas a ésto de la "nostalgia" y aquellas cosas que quedan fijadas en la memoria.


Los uruguayos eran mis preferidos dentro de los discos de grandes éxitos que sacaba regularmente la RCA. La voz y actitud de Eduardo Franco, su cantante, le daban al grupo un condimento que los destacaba del resto. Luego empecé a comprarme los simples de Los Iracundos. Un Long Play de un mismo artista era como algo demasiado importante cuyo único caso conocido en ese entonces eran los LP de Sandro comprados por mis hermanos.


En esa época no tenía winco, así que era cuestión de ver en qué momento mi vieja se traía el winco de la escuela (de la que era directora) o cuando mis hermanos se traían algún otro aparato prestado. Luego tuve mi winco propio pero ya en ese momento Los Iracundos habían sido reemplazados en mis preferencias. Sin embargo, la voz de Franco sigue siendo una referencia imborrable.


Cali

diario Crítica

Puerto Montt


Una vez por semana papá viajaba a Rosario y volvía con un long play. Un día llegó con un disco simple: una canción de Los Iracundos. Fue instantáneo, era 1969, la revolución estalló en casa. Osvaldo Bazán.


Por O. Bazán

08.12.2008


Papá nunca me llevó al fútbol. Papá no iba a la cancha, no veía fútbol por televisión, en realidad despreciaba el negocio del fútbol con una intensidad que también tenía para otros asuntos. Papá quería que escucháramos música, que leyéramos libros, que nos interesaran los diarios. Nos quería curiosos aunque después no lo soportó. Y un día recitó Bécquer, golondrinas y eso, y dijo: “¿Ven?, eso es poesía. Tienen que saber poesía y matemática”.


Me transmitió la voluntad de la literatura aunque no recuerdo jamás haberlo visto leer un libro. Me dio las ganas por la música pero nunca fue un exquisito en materia musical.


Hubo un tiempo en que envidiaba a Fito Páez; el padre le hizo escuchar a Tom Jobim o a Frank Sinatra. Ahora que murió hace mucho, ya estoy reconciliado con papá, apasionado por Los Wawancó, el Quinteto Pirincho y Lafayette, un tecladista brasileño, maestro del órgano Hammond que versionaba los grandes éxitos de la época y –me enteré mucho después– fue casi el fundador del sonido de la Joven Guardia brasileña y músico de la banda de Roberto Carlos.


Papá, allá en el largo atardecer del pueblo santafesino, tenía un orgullo simple y concreto: el combinado podía soportar siete long plays juntos. Iban cayendo de a uno y a él le gustaba decir que podía escuchar dos horas de música sin levantarse de la silla para cambiar el disco. Y entonces, Wawancó, Quinteto Pirincho, Lafayette, sin interrupciones, sólo mirando de reojo cada vez que el pick up se levantaba y dejaba caer, pesado y con ruido inconfundible, el próximo disco.


Una vez por semana papá viajaba a Rosario y volvía al pueblo con un long play. Un día llegó con un disco simple. Raro, no compraba discos simples. Pero se había entusiasmado con una canción que había escuchado por la radio. Una canción de Los Iracundos. Fue instantáneo, la escuchó en el viaje de ida y entró a una disquería y la pidió. Era 1969. Fue una revolución en casa.


Ya no había dos horas de long plays. Era la canción una y otra vez, una y otra vez, y el pick up volvía y volvía.


La canción hablaba de un lugar rarísimo: Puerto Montt. La historia era la historia más triste del mundo.


“Sentado frente al mar/ mil besos yo le di/ después le dije adiós/ todo termina aquí/ y ella me dijo así:/ ‘Abrázame y verás/ que el mundo es de los dos/ salgamos a correr/ busquemos el ayer/ que nos hizo feliz’./ Puerto Montt/ me alejé de ti/ sin saber por qué/ y yo la dejé/ sola frente al mar/ bajo el cielo azul/ de Puerto Montt.”


Puerto Montt fue para mí, un niño campesino con voluntad para la maravilla, el lugar en donde se rompían los amores. El mar por antonomasia.


La segunda parte de la canción, a mis seis años, directamente se reveló como sublime: “Mil violines en su voz/ susurraron un adiós/ y un amor que se quedó/ perdido frente al mar/ y el viento lo llevó/ Silencio sin piedad/ encontraré al volver/ mas en la soledad/ su voz me gritará:/ ‘¡No, no, te vayas de mí!’”.


Me parecía el colmo de la poesía. ¿Cómo a alguien se le había ocurrido que podían sonar mil violines en una voz, en el mismo momento? ¿Y qué pasa cuando suenan mil violines juntos?


–Papi ¿Puerto Montt no existe, no?


–Sí, creo que queda en Chile –me dijo y fue a buscar un mapa. Estaba contento. Quería que nos interesáramos, mi hermano y yo, por las cosas que la vida tenía para ofrecer. Buscar juntos una ciudad en un mapa era para papá el mejor plan para hacer con sus hijos.


–Acá, acá abajo está Puerto Montt. Debe de hacer frío ahí. Eran los años en los que papá sabía todo.


Eduardo Franco escribió la canción sin haber estado jamás en Puerto Montt. Pero ese paraje de desolación absoluta, de conciencia de que el fin es evidente y cercano, de que más allá no hay nada y el resto es viento cabe entero en la canción. Lo supe hace unos días, cuando llegué a la ciudad llevando en el auto, casi como un chiste, el CD de Los Iracundos. Puerto Montt es fría, azul y final. La enorme sorpresa fue comprobar que sentados frente al mar, los protagonistas de la historia continúan abrazados. Él no tiene nada para decir y en el rostro de ella estallan los mil violines. El resto, otra vez, es viento. Una enorme estatua de concreto de más de cinco metros de alto, conocida localmente como “Los monos feos” o “Los mazapanes” (el mazapán es la golosina típica de la región) mira hacia la bahía violentamente azul, oscuramente azul, atravesando para siempre el momento del dolor. Impresiona el tamaño del sufrimiento. Sabés que en minutos más ella quedará irremediablemente sola rodeada de azul y él se irá y ni sabrá por qué. Sin vuelta atrás. Sabés que no hay cómo encontrar el ayer que te hizo feliz. Sólo silencio sin piedad.


La canción fue presentada por Los Iracundos en el Festival de la Canción de Buenos Aires en 1969. Salió segunda. Cuarenta años después nadie recuerda “Como somos” de Piero, que cantada por Fedra y Maximiliano ganó el primer premio. Papá siempre dijo que aquella elección había sido una injusticia. Hoy sé que tenía razón.

En este disco venía Puerto Montt de Los Iracundos. También estaban Lo Gatos con "Viento dile a la lluvia", Alma y Vida con "Del gemido de un gorrión" y temas de la Conexión Nro.5 y La Joven Guardia. Al resto, no me animo a nombrarlo siquiera.



No hay comentarios:

Publicar un comentario