martes, 16 de noviembre de 2010

El verde de la libertad

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Hace unas semana atrás estuve en Villa Gesell. Es muy extraño ver una ciudad turística despoblada cuando uno siempre la ha visto repleta de gente e inundada del bullicio veraniego. Caminar por la ciudad sin gente permite que uno vea sus verdaderas dimensiones y hasta su belleza.

Caminado por calles que seguramente caminé alguna vez, esta vez pude ver detalles que nunca había visto. Así descubrí este cartel. Un cartel que señala un mojón de la historia del arte en la Argentina. El sitio donde estuvo el Juan Sebastian Bar, el mítico bar donde Moris y otros iniciaron una movida que cambió la música argentina.

Muchas veces había leído crónicas de ese verano del 66 y por eso me sedujo este hallazgo en Villa Gesell. Vale entonces esta foto para repasar un capítulo más del libro de Sergio Pujol sobre “Canciones Argentinas 1910-2010”. En este caso, se trata de “El Oso”, del LP “30 minutos de vida” (1970).   

Cali

 

«El oso» (Moris)

Alfredo Rosso nos recuerda que «El oso» fue el primer «tema de fogón» del rock nacional. Es un dato sugestivo, que ayuda a entender la popularidad de la canción así como su ubicación en una trama musicalmente heterogénea. La rotación de «El oso», cuya letra el veterano León Benarós no dudó en incluir en su Cancionero popular argentino bajo el simpático rótulo de beat, no estuvo restringida al ámbito de los recitales de música progresiva. No se trata entonces de una canción clave para la tribu rockera. Si se la cantó y se la sigue cantando en los fogones de Mar del Plata, Bariloche o Villa Gesell —esta última, ciudad entrañable para Moris y tanta gente de su generación—, es porque aprendió a convivir con zambas, tonadas y quizá milongas. En otras palabras, la balada de Moris, como poco después las canciones de Sui Generis, conquistó un target más bien amplio, sin por ello retirarse del rock tal como se lo entendía en aquellos días de  afirmación juvenil.image

Una canción de fogón es una canción de guitarra. Y una canción de guitarra es aquella cuya reproducción amateur no dista demasiado del original, al menos en lo que refiere al concepto sonoro. Por ejemplo, «Diana divaga», de Los Abuelos de la Nada, cuya armonía no es más compleja que la de la canción de Moris, no es para fogón, ya que cualquier versión a escala de guitarra rasgueada distará mucho del arreglo y la grabación originales. Por cierto, la voz de Moris tiene un encanto difícil de copiar, pero si uno se sabe los «tonos» de «El oso» podrá lograr un resultado sonoro no muy diferente al del disco. Al menos, su inteligibilidad quedará resguardada.

Yo vivía en el bosque muy contento

caminaba y caminaba sin cesar.

Las mañanas y las tardes eran mías

y a la noche me tiraba a descansar.

Pero un día vino el hombre con sus jaulas;

me encerró y me llevó a la ciudad.

En el circo me enseñaron las piruetas

y yo así perdí mi amada libertad.

Moris declaró haber escrito «El oso» en respuesta a un amigo que le había solicitado alguna canción para niños. Hasta entonces no había, en ese rubro, mucho más que las canciones de María Elena Walimagesh. Sin embargo, «El oso» no llegó a los niños. La fábula del animal que pierde la libertad en mano de los hombres que lo reducen para exhibirlo en un circo remite al buen salvaje de Rousseau, invirtiendo el sentido moral de aquellas historias aleccionadoras en las que los niños debían cuidarse de zorros y lobos sueltos. Finalmente, el oso recupera su libertad, vuelve a pisar el suelo de su bosque y queda «contento de verdad». De esto nos enteramos en una segunda parte que difícilmente pueda considerarse un estribillo, ya que funciona como cierre o sección final:

En un pueblito alejado,

alguien no cerró el candado.

Era una noche sin luna y yo dejé la ciudad.

No obstante su vejez —pasó muchos años en cautiverio—, el oso siente que «las tardes son mías>, una declaración de bienes nada despreciable en una época de trabajo alienante. El rock nacional en su etapa formativa nunca dejó de referirse a la búsqueda de la libertad: balsa, cabellos largos, juegos amatorios sin restricciones, vagabundeo por las vías del tren... y un oso que escapa de la ciudad.

image Vuelvo a escuchar a Moris en dos versiones de su tema. La primera, del LP Treinta minutos de vida, un favorito de cualquier género. Después, la toma en vivo en un Grandes éxitos de 2001. Hay alguna diferencia entre los arreglos. La grabación de 1970 arranca bucólicarnente con la guitarra y la flauta, para pasar enseguida a un acompañamiento tipo Bob Dylan con The Band. En el registro posterior, la introducción es música de circo y enseguida empieza una base pop un tanto pasteurizada. Más allá de las huellas del tiempo, la voz de Moris resulta tan atrayente tanto en un registro como en el otro. Aprovecho el tema, y vuelvo a ver la escena de Tango feroz en la que Antonio Birabent, haciendo de su propio padre, canta «El oso». No está nada mal.

Desde el punto de vista formal, «El oso» transcurre en tres estrofas musicalmente iguales, una cuarta levemente modificada en los primeros dos compases («Han pasado cuatro años de esta vida...»), una quinta diferente («En un pueblito alejado...») y una sexta y última idéntica a las tres primeras. Esto sería algo así como A-A-A-A’-B-A, todo sobre un módulo de acordes invariable que nace en un Sol mayor tan diáfano como el oso en su bosque originario. En definitiva, es la narración la que determina la forma. ¿Pero es la narración la que nos emociona? En realidad, la cualidad más resaltable de «El oso» es su periodicidad musical, eso que nos atrapa desde el comienzo, porque sabemos que la melodía se repetirá una y otra vez, siempre con palabras diferentes, haciendo avanzar esta autobiografía de un oso libre, encerrado... y nuevamente libre.

 

Esta es la versión original de Moris.

y una versión en vivo de Moris, año 2000, Parque Centenario.

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