domingo, 4 de abril de 2010

Un borrador que llegó

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Hola Cali,

Tu posteo me hizo recordar cómo viví Malvinas, en los años de mi infancia en la base militar de Puerto Belgrano, en el sur de la provincia de Buenos Aires. Y me puse a escribir mis recuerdos, en el marco de los primeros borradores de mis memorias, que de alguna manera son una micro-historia de la historia mayor que todos tenemos como país. Aquí los transcribo, y comparto preguntas que todavía me hago sobre las consecuencias de lo que pasó en ese tiempo. Como tu posteo es el detonante de este texto, me pareció apropiado compartirlo.

Un abrazo,

Oscar

1982... “clama el viento y ruge el mar...”

Es la mañana del viernes 2 de abril de 1982. Mi madre me levanta de la cama, entusiasmada. Se sienta al lado mío y me cuenta de las Malvinas (era la primera vez que escuchaba ese nombre). Me abraza y me prepara el portafolio. Es un día soleado, aunque frío. A los pocos minutos me lleva a la escuela; veo autos tocando bocinas, la gente está contenta. Ya en la escuela, todos en formación, cantamos Aurora, como de costumbre, pero sorpresivamente la directora nos anuncia que “recuperamos las Malvinas”. Estaba en segundo grado, tenía 7 anos. Los “más grandes” cantan la marcha de Malvinas. Entramos a clase. Un mapa extraño está en la pizarra: parecen dos pájaros en medio del mar.

En las sucesivas semanas dejamos nuestra tarea escolar habitual y nos dedicamos a dibujar y escribir cartas para los soldados en Malvinas. También donamos nuestros chocolates, que dejamos en un buzón cerca de la entrada de la escuela. A la noche, la familia se reúne en la mesa para ver “60 minutos” en un televisor Zenit.

Días mas tarde, la algarabía se transforma en miedo. Las maestras y unos uniformados nos enseñan en unos simulacros cómo ubicarnos debajo de los pupitres y la forma de salir “en caso de ataque”. A la noche, las ventanas de las casas se cubren con cartulinas oscuras y las ópticas de los autos con papel madera (todavía me recuerdo recortando las siluetas de los faros del Renault 12 gris). La calle fría y oscura es absoluto silencio.image

En la escuela y en el canal piden tener calma, pero tenemos miedo. En el grado empiezan los rumores: “mi papi se va a la guerra en un submarino”, “me voy a vivir a otro lado”, “hoy llegan los aviones ingleses y hay que estar debajo de la cama”. A la noche escucho las sirenas, tengo miedo, mi madre me toma de la mano, salimos a la vereda que está a oscuras, un hombre nos pide agarrar una soga para caminar juntos a un sótano grande, nos quedamos allí toda la noche: estamos en silencio, como esperando alguna explosión o algo así, pero no escuchamos nada. El sol se asoma, y nosotros salimos del sótano. Mal dormidos, volvemos a casa, me baño, y vuelvo a la escuela.

Ya han pasado varias semanas de la guerra, de alguna forma nos estamos acostumbrando.

La guerra estaba entre nosotros, en nuestras mentes. Una mancha en la puerta de entrada de la escuela es el rastro de una bomba caída quien sabe cuando, según mis compañeros. Una sirena cualquiera nos hace correr a los pasillos, aunque la maestra nos detiene.

Principios de mayo. Dos compañeros míos vuelven a su casa para encontrarse con sus padres que sobrevivieron del hundimiento del Belgrano. Mi compañero y amigo Juan José le pregunta a la maestra por su padre. La señorita Mabel le dice que vendrá en otro barco, que ya le van a decir a su madre. A la tarde me busca a mi casa y me dice: “querés venir al puerto a esperar a mi papa?”; le pido permiso a mi mama, y nos vamos junto a mi perro Beto. Nos pasamos toda la tarde, pero no llega ningún barco con sobrevivientes. En la espera, jugamos a las bolitas y Juanjo promete que su padre nos llevará a Monte Hermoso, Necochea, Baterías o “a donde queramos”.

image Pasan los días, y las semanas. A la mañana algunos compañeros se burlan de Juanjo: “tu papa murió”, “nunca va a llegar”. Pero el rito de la tarde es el mismo, los días grises y semilluviosos se repiten. Juanjo es mi amigo y lo sigo acompañando al puerto porque me siento solidario frente a su íntima vergüenza de que su padre no regresa y al mismo tiempo tengo miedo de preguntarle.

De repente, una mañana de junio, terminamos de cantar Aurora y cuando mecánicamente nos disponemos a cantar la marcha de Malvinas, la directora nos hace entrar a las aulas. Y no vemos el mapa de la “Hermanita perdida”, tampoco el buzón de los chocolates.

Es agosto, la primavera está llegando a casa. Los días fríos, grises y oscuros se han acabado, mas no así la tristeza y la frustración en las caras de la gente.

Nunca nos dijeron lo que pasó. Años mas tarde, ya fuera de la base, me enteré que la guerra había terminado mucho antes de lo que yo pensaba, que los “aviones ingleses” sobre la base habían sido solo un simulacro, que ese mundo de cambios al que asistía entre 1982 y 1985 no era algo “anormal”, sino todo un proceso para volver -justamente- a la normalidad. Me enteré también que Juanjo se había suicidado luego de una larga y profunda depresión. Me enteré de tantas cosas, que sería largo de contar.

Viéndolo a la distancia, me pregunto si Malvinas era algo que tenía que suceder, casi como una tragedia necesaria. Mis padres dicen que no saben hasta qué punto la democracia “que supimos conseguir” fue mérito de la clase política argentina o de Margaret Thatcher, a quien apodan “la madre involuntaria de nuestra democracia”.

Hasta qué punto Malvinas no adelantó la recuperación de la democracia? Y hasta qué punto el desastre militar, político y diplomático de las fuerzas armadas generó las condiciones para una democracia “no tutelada” (como en Chile) que pudo enjuiciar a sus jerarcas? No lo tengo en claro. Con todo, es un tanto curioso el detalle de la proximidad entre el aniversario de Malvinas y la muerte de Raúl Alfonsín, el único dirigente político que se opuso a la guerra durante la dictadura, el presidente que sometió a las juntas militares a la justicia civil, el defensor de los derechos humanos que creo la CONADEP, el hombre que a pesar de todas sus contradicciones, será recordado como ese estadista que cambio mi vida y la de tantos otros argentinos.

 “The final cut” (1983) Roger Waters

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